Correo 73 publicado el 15 Diciembre 2016

¡Pueda la misa tradicional florecer en la Iglesia!

La quinta peregrinación internacional del pueblo Summorum Pontificum a Roma concluyó con una bellísima homilía de Mons. Alexander K. Sample, arzobispo de Portland en Oregón, con motivo de la fiesta de Cristo Rey. Nos complace presentar su traducción  a nuestros lectores en este tiempo de Adviento.

De modo excepcional, la próxima peregrinación tendrá lugar del 14 al 17 de septiembre de 2017, para coincidir con el décimo aniversario de la entrada en vigencia del motu proprio de Benedicto XVI. Comenzará con un congreso internacional sobre los diez años de Summorum Pontificum, organizado por el Padre Nuara, OP, que cuenta con el apoyo de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei.

A continuación de la homilía de Mons. Sample, incluimos, pues, el mensaje con el cual Mons. Guido Pozzo, secretario de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei, invita a todos los institutos, comunidades y grupos estables de fieles consagrados a la difusión de la liturgia tradicional a participar en este gran acontecimiento.





I – Homilía de Mons. Sample

Iglesia de la Santísima Trinidad de los Peregrinos, 30 de octubre de 2016


¡Alabado sea Jesucristo!

Llegados al término de esta maravillosa peregrinación durante la cual hemos celebrado el motu proprio del papa Benedicto XVI autorizando un uso mayor y más generoso de la Santa Misa según el usus antiquior, lo celebramos una vez más en esta gran fiesta de Cristo Rey. Estamos muy agradecidos al papa Benedicto XVI por su amor benevolente hacia quienes están vinculados a esta antigua forma del rito latino y rezamos para que este acceso más amplio dado a la misa tradicional tenga un efecto profundo y duradero en la celebración del culto divino tanto en la forma extraordinaria como en la forma ordinaria del rito romano.

En esta fiesta de Cristo Rey, nuestra Santa Madre la Iglesia nos recuerda hasta qué punto el misterio de Cristo debe ser el centro de nuestras vidas y de nuestro culto. Celebramos a nuestro Divino Salvador como al eje de toda la historia humana y como a Aquél que nos revela el verdadero significado y el verdadero sentido de nuestras vidas. Este es el misterio que celebramos en el santo sacrificio de la misa. Repasemos juntos lo que [en la epístola] nos enseña San Pablo sobre la plenitud de la revelación que Dios desea comunicarnos por su Hijo Jesucristo, nuestro Señor y nuestro Rey.

Jesucristo es la imagen visible del Dios invisible. Por el misterio de la Encarnación, Dios se ha revelado plenamente en el Verbo Encarnado, su Hijo único. Es la manifestación tangible de la misericordia de Dios hacia los pobres pecadores que nosotros somos. En este Jubileo de la Misericordia, es bueno recordar que en Cristo vemos la misericordia encarnada. Ahora bien, Cristo está presente en cada misa, en particular, en el momento de ofrecerse. Su santo sacrificio y su presencia eucarística, con su cuerpo, su sangre, su alma y su divinidad.

Es el primogénito de todas las creaturas, presente desde la creación del universo entero. En una magnífica trilogía de expresiones, San Pablo nos recuerda que todas las cosas han sido creadas en el Verbo Eterno, que precede a toda creatura y que todo subsiste en Él. Cristo está en el centro de la voluntad creadora del Padre.

Cristo es la cabeza del cuerpo que es la Iglesia. La Iglesia es el cuerpo místico de Cristo, su presencia durable en el mundo creado. Por la Iglesia, Cristo prosigue su presencia redentora en la tierra. Como lo subrayará San Pablo, nosotros somos, todos, miembros individuales de este cuerpo, del que Cristo es rey y jefe, siempre presente en medio de nosotros por su palabra, sus sacramentos y la asamblea de los fieles. Cristo no puede ser separado de su Iglesia, aun cuando muchos traten de hacerlo. Cristo está tan íntima y eternamente unido a Ella que no podemos tener a Cristo sin la Iglesia. Nosotros, cuerpo místico de Cristo, somos inseparables de nuestra cabeza, Nuestro Señor Jesucristo. En esto, la Iglesia es el sacramento universal de salvación del mundo.

Cristo es el primero de entre los muertos. Al precedernos con su muerte y su resurrección, ha hecho posible nuestra propia resurrección de entre los muertos. Esperamos reunirnos con Él un día allí donde Él ha ido. Su muerte es el rescate de la nuestra y su resurrección nuestra promesa de una vida nueva.

Él tiene el primer lugar y toda plenitud mora en Él. Nada falta a su divinidad, unida para siempre a su naturaleza humana formada en el seno de la Virgen María. Él es la plenitud de lo que todo corazón humano puede desear. Sea cual fuere el bien que persigamos en esta vida, no es más que el pobre reflejo de la belleza, de la bondad, de la alegría y de la perfección perfectas que residen en Él. Toda aspiración humana virtuosa no es otra cosa que una aspiración a Cristo.

Es a Cristo a quien honramos como Rey del universo. Pero el mismo Nuestro Señor nos recuerda que su reino no es de este mundo. Los discípulos de Jesús solo comprendieron esto realmente después de su resurrección y de la efusión del Espíritu Santo el día de Pentecostés, no debemos olvidarlo. Aunque no vivimos para la plenitud y la realización en este mundo, nos esforzamos en hacer de este mundo un reflejo cada vez más justo del Reino de Dios. Toda nuestra vida no es más que una preparación a la plenitud del Reino de Dios.

El Reino de Dios, imperfectamente presente en su Iglesia, incluso en nuestros días, es también un reino de verdad. Nuestro Señor nos dice que la razón por la cual ha nacido y venido al mundo es para dar testimonio de la verdad. Todos los que pertenecen a esta verdad escuchan y responden a su voz. La verdad que Cristo nos revela es la verdad de Dios, la verdad de la creación a su imagen y semejanza, la verdad de la salvación eterna que Él nos ha ganado mediante su Pasión, su muerte y resurrección. En la verdad reconocemos y vivimos la vida eterna.

Pareciera que el mundo en que vivimos se vuelve, cada día, más laico y materialista: ya no quiere admitir una verdad eterna que se impone a todos. El papa Benedicto XVI ha llamado a esto la «dictadura del relativismo». Pero vivir sin la verdad eterna de Dios, por tanto, vivir sin Cristo, es vivir en las tinieblas, la ignorancia, la duda y el temor. Cristo ha venido a dar testimonio de la verdad y a liberarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte para iluminarnos con la Buena Nueva de su misericordia y de su amor. Las primeras palabras de su ministerio público fueron: «El Reino de Dios está cerca. Arrepentíos y creed en la Buena Nueva».

Por la participación en la redención que Él nos ha ganado por medio de su sangre, obteniendo la remisión de nuestros pecados, somos transportados a este reino del Hijo Bienamado de Dios. Como dice San Pablo, Cristo ha reconciliado en Sí mismo todas las cosas por la sangre derramada en la Cruz. Desde el día de nuestro bautismo, recibimos la gracia de esta redención, purificados del pecado original y santificados por la gracia de Dios.

Este misterio eterno de la redención se renueva también cada vez que participamos de la ofrenda del santo sacrificio de la misa. Cristo, que se ha ofrecido por nosotros a la vez como sacerdote y víctima en el altar de la Cruz, se ofrece, desde entonces, por medio del ministerio de los sacerdotes, de manera no sangrienta y sacramental, en los altares de nuestras iglesias cada vez que se celebra la misa.

Colgado de la Cruz de nuestra salvación, Cristo Rey reina triunfante sobre la muerte. Su misterio pascual, hecho presente en el sacrificio eucarístico de su cuerpo y sangre, es la fuente de nuestra santificación continua en el culto divino con que glorificamos a Dios.

Esta realidad se expresa con fuerza en cada misa, tanto en la forma ordinaria como en la forma extraordinaria del rito romano. Pero, por sus signos, sus símbolos y sus palabras, la misa tradicional, hoy llamada forma extraordinaria, la evoca de manera particularmente clara y poderosa.

Las oraciones de la forma extraordinaria, sus gestos rituales y, en especial, la orientación litúrgica del sacerdote en el altar muestran de modo evidente la naturaleza sacrificial del santo sacrificio de la misa. Se trata, sin lugar a dudas, de una alabanza que el sacerdote y los fieles ofrecen a Dios Omnipotente para su mayor gloria y la santificación de sus almas.

El papa Benedicto XVI ha reconocido que la forma ordinaria del rito romano, al menos tal como se celebra en muchos lugares, carece de esta claridad y este brillo. Ha recordado que nunca podía haber ruptura con la tradición, y que, en consecuencia, toda reforma y renovación litúrgicas auténticas solo podían estar en continuidad con la antigua forma de la Sagrada Liturgia. Es precisamente por esta razón, para reconciliar a la Iglesia con su pasado, por lo que ha promulgado el motu proprio Summorum Pontificum.

El deseo y la voluntad de Benedicto XVI eran que las dos formas del rito romano pudieran enriquecerse mutuamente, a fin de hacer posible una verdadera renovación de la Santa Misa. Es lo que algunos llaman «la reforma de la reforma» de la Sagrada Liturgia.

El objetivo último de esta reforma es manifestar mejor la soberanía de Cristo Rey durante la Santa Misa, cuando Él se ofrece por nuestra salvación, misterio que se realiza en cada celebración. Pueda la misa tradicional florecer en la Iglesia a fin de que muchos puedan aprovechar esta antigua forma del rito latino para mayor honor y mayor alabanza de Cristo Rey. ¡A Él el reino, el poder y la gloria, por los siglos de los siglos, Amén!


II – Mensaje de Mons. Guido Pozzo
Secretario de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei


El congreso organizado por las asociaciones Giovani e Tradizione y Amicizia Sacerdotale Summorum Pontificum –que estará asociado el año próximo a la peregrinación del Coetus Internationalis Summorum Pontificum por el décimo aniversario de la entrada en vigencia del motu proprio Summorum Pontificum de Benedicto XVI– es una ocasión para valorar el texto pontificio que ha dado nueva vida a los tesoros litúrgicos y espirituales del rito romano en su usus antiquior.

Como ha declarado Benedicto XVI, tanto la forma ordinaria como la forma extraordinaria del rito romano constituyen la expresión de la lex orandi de la Iglesia. Estas no causan división alguna de la lex credendi como tampoco se oponen una a la otra. «En la historia de la liturgia hay crecimiento y progreso, pero nunca ruptura. Lo que para las generaciones anteriores era sagrado, también para nosotros permanece sagrado y grande, y no puede, de improviso, ser totalmente prohibido, o incluso considerado como nefasto.» (Carta del Papa a los obispos sobre el uso de la liturgia romana anterior a la reforma de 1970).

Conviene repetir con fuerza que la restauración de la antigua liturgia romana no representa un paso atrás sino que participa del futuro de la Iglesia que jamás puede renegarse ni borrar de su memoria su riqueza espiritual y doctrinal. Estoy seguro de que la liturgia tradicional conocerá, tanto en la Iglesia como en la sociedad, un nuevo apogeo y un nuevo esplendor.

Invito, pues, a todos los miembros de los institutos Ecclesia Dei, asociaciones y grupos estables de fieles que promueven Summorum Pontificum, a participar en este aniversario que se conmemorará en Roma, del 14 al 17 de septiembre de 2017.

Roma, 30 de noviembre de 2017
Fiesta de San Andrés, apóstol