Correo 82 publicado el 31 Octubre 2017

R.P. de Blignières: EL RITO HACE "SENSIBLE" LA VERDAD

El domingo 17 de septiembre de 2017, en una iglesia de la Trinidad de los Peregrinos colmada, el R.P. de Blignières, fundador de los dominicos de Chéméré (nuevamente prior a partir del 20 de septiembre de 2017), pronunció el sermón de clausura de la peregrinación romana organizada en el décimo aniversario del motu proprio Summorum Pontificum. Con su autorización y la del R.P. de Saint-Laumer, quien celebró la hermosa misa pontifical según el rito dominico, tenemos el agrado de ofrecer a nuestros lectores esta reflexión que subraya con fuerza el lazo indestructible entre liturgia y teología. Porque la liturgia, como ha señalado el cardenal Müller en el coloquio del 14 de septiembre realizado en el Angelicum, es un «lugar teológico». Y por ello mismo, un «lugar» artístico. En este sentido, cabe destacar la conclusión del P. de Blignières, quien al evocar implícitamente el adagio platónico, «lo bello es el esplendor de lo verdadero», lo aplica a los ritos afinados por la tradición: «¿Qué es la verdad que se hace sensible, sino la belleza? »



SERMÓN DEL R.P. DE BLIGNIÈRES (FSVF) EN EL DÉCIMO ANIVERSARIO DEL MOTU PROPRIO SUMMORUM PONTIFICUM
Roma, iglesia de la Trinidad de los Peregrinos, 17 de septiembre de 2017

El Concilio de Trento, para explicar las ceremonias del Santo Sacrificio de la Misa, recuerda que la naturaleza humana necesita ayudas externas y signos visibles a fin de elevarse a la contemplación de las cosas divinas (1). De aquí puede extraerse una definición de rito: «un rito, es lo que hace sensible una verdad». El rito del sacrificio de la misa pone al alcance de la naturaleza humana la verdad sobre Dios, la verdad sobre el hombre y la verdad sobre Cristo. En su forma latina tradicional, vuelve tangibles, con una eficacia insuperable, estos tres aspectos.

La verdad sobre Dios: Dios es Trinidad

Lo que enseguida impresiona a quien asiste por primera vez a la misa en el rito tradicional es el ambiente sagrado que de ella emana. La arquitectura majestuosa, la disposición del espacio con un lugar reservado a los ministros y otro a los fieles, la orientación de la celebración, la actitud recogida y hierática del celebrante, las vestimentas especiales con que está revestido, la lengua inusual que emplea, los gestos de reverencia que hace en dirección al tabernáculo y las oblatas consagradas, en particular, las numerosas genuflexiones, en fin, el misterioso silencio del canon: todo conduce a salir del mundo profano y a ponerse en presencia de Alguien que trasciende el mundo.

Ahora, si esta persona comienza a seguir en un misal lo que dice el sacerdote, se sentirá además tocado por un aspecto asombroso de la oración. Por cierto, en ella se implora con gran respeto a aquel que todas las tradiciones de la humanidad llaman «Dios», pero se lo hace con la certeza confiada de un hijo que se dirige a su padre. La unción inimitable de las antiquísimas oraciones latinas nos pone en relación, no con un gran arquitecto impasible del universo, sino con una realidad misteriosa y fascinante: la Trinidad. Se la trata como si se fuera de su familia. Se le habla con una audacia inaudita, se ponen en su presencia en compañía de todo un enjambre de santos personajes que goza de gran crédito ante ella. Sobre todo, no se deja de hablar de su Hijo, y cada vez que se evoca su nombre, se inclina la cabeza.

Sí, los ritos de la tradición latina subrayan con fuerza que la ceremonia va dirigida a la Trinidad, con expresivos gestos y palabras donde se conjugan la adoración y el amor. Así se expresa el ofertorio de la misa dominica: «Recibe, Trinidad santa, esta ofrenda que te ofrezco en memoria de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, y concede que suba en tu presencia y te sea agradable, y que ella opere mi salvación eterna y la de todos los fieles».

La verdad sobre el hombre: el hombre está «perdido»

Pero, rápidamente, una segunda característica llama la atención de quien descubre los antiguos ritos: y es que estos hacen sensible la verdad sobre el hombre. La verdad de que, librado a sí mismo, el hombre está «perdido». La búsqueda de sentido de una vida que, muchas veces, parece absurda, el escándalo del mal y, en particular, el sufrimiento de los inocentes, el sentimiento, al menos confuso, de una culpa personal: quienquiera que reflexione, en vez de «divertirse», experimenta esto... ¿Qué pasa con esta angustia existencial, cuando se expone a un rito colmado de la sabiduría de los siglos católicos? Recibe un nombre: el pecado. Tanto en las liturgias orientales como en las occidentales, se observa algo muy conmovedor: el sacerdote, y con él los fieles que se unen al sacrificio, reconocen la verdad de su miseria.

Ved al sacerdote en las oraciones preparatorias de la misa romana: parece dudar de subir al altar, sin antes haber reconocido, de muchas maneras, su indignidad: con un salmo admirable, con la confesión de sus faltas, con versículos que semejan oraciones jaculatorias. Ved al sacerdote en el rito dominico, cómo se inclina profundamente durante los Confiteor, el de él y también el de los ministros, como si quisiera tomar sobre sí también los pecados de estos últimos. Ved las oraciones del canon romano «tan libre de todo error, que nada hay en él que no respire grandemente la santidad y la piedad» (2), este canon en el que el celebrante, en varias oportunidades, prosternado, implora, humildemente, como un pecador que no puede apoyarse en sus méritos (Te igitur, Supplices te rogamus, Nobis quoque peccatoribus). Ved las estremecedoras oraciones del sacerdote antes de la comunión.

Una de las razones del ascendiente de los ritos antiguos sobre los convertidos –y hablo por experiencia– es que asumen, con una clarividencia convincente, esta parte de la verdad sobre el hombre con demasiada frecuencia camuflada: es pecador y necesita ser redimido. Y estos ritos tienen el secreto de poner de modo esperanzador esta miseria en contacto con la misericordia.

La verdad sobre Cristo: su sacrificio, ofrecido por la Iglesia, reconcilia al hombre con Dios

Toda la tónica de una celebración con este rito «de uso venerable y antiguo» (3), hace sentir a quien asiste –¡cuántas veces nos han hecho la confidencia! – que «algo pasa». En medio del silencio sagrado del canon, los gestos que rodean la doble consagración es como si pusieran ante los ojos el misterio de la fe. En su misal observará que el celebrante, durante todo el canon, ha signado las oblatas, repetidas veces, con la señal de la cruz. Verá a los fieles recibir la hostia consagrada de rodillas y en la boca, y permanecer luego en oración silenciosa. Si se acerca al sacerdote después de la misa, estará preparado para aprender y comprender que la esencia de la misa es un sacrificio. Este sacrificio de alabanza a la Trinidad es un sacrificio propiciatorio: «por [su] salvación eterna y la de todos los fieles».

Además, se da cuenta, por los movimientos que hace el sacerdote y por su orientación, que todo está centrado, no en el sacerdote, sino en Cristo, en su presencia en el tabernáculo y en las oblatas consagradas. Ve cómo el sacerdote tiene los dedos juntos después de haber tocado el Cuerpo de Cristo y con qué amorosas precauciones recoge en el corporal todas las partículas consagradas. Por un lado, la necesidad de la salvación se subraya con fuerza; por el otro, las palabras y los gestos nos ponen en contacto con la renovación mística e incruenta de un sacrificio saludable de manera sensible. Así en el rito dominico, el celebrante, después de la consagración, abre ampliamente los brazos, como Cristo en la Cruz. En el rito de la paz, besa primero el cáliz que contiene la preciosísima Sangre de Cristo, sobre la cual sostiene su Cuerpo Inmaculado, para significar que la paz que transmite a los ministros viene del sacrificio de Cristo.

Los ritos antiguos convienen además a la naturaleza del hombre en la medida en que manifiestan la mediación histórica de la Iglesia. En particular, el canon romano «está constituido ya sea por las mismas palabras del Señor, o bien por las tradiciones de los apóstoles y las piadosas instrucciones de los santos pontífices» (4). Para un sacerdote de rito latino, saber que reza con el mismo canon que san Gregorio Magno es un consuelo de docilidad filial. Para él, es fuente de una gran seguridad doctrinal y de una inmensa alegría eclipsarse ante los ritos utilizados a lo largo de los siglos por tantos santos, y vivir ceremonias que han santificado a generaciones de fieles. Es muy conmovedor, por ejemplo, para un dominico, saber que los gestos y las palabras que emplea al celebrar la santa misa hicieron llorar a nuestro Padre Santo Domingo y al Doctor eucarístico, Santo Tomás de Aquino.



El R.P. de Blignières y algunos miembros de la Fraternidad San Vicente Ferrer durante las vísperas de apertura del décimo aniversario del motu proprio Summorum Pontificum, celebradas por Mons. Gänswein, Prefecto de la Casa Pontificia.

Conclusión

Sí, el rito hace sensible la verdad, el rito latino tradicional subraya maravillosamente la verdad sobre Dios, sobre el hombre y sobre el sacrificio de Cristo. Pero ¿qué es la verdad que se hace sensible, sino la belleza? Demos gracias a Dios de poder «rezar con belleza». Y agradezcamos a la Iglesia por haber devuelto, después de un largo período de confusión e injusticias, «el honor que le es debido» (5) a este rito que ha llevado, y llevará aún sin duda hasta la Parusía, con suavidad y fuerza, a tantos hombres hacia el misterio insondable del sacrificio de Cristo.

R.P. Louis-Marie de Blignières
Fundador de la Fraternidad San Vicente Ferrer


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(1) Concilio de Trento, Sesión XXII (17 de septiembre de 1562), Decreto sobre el Sacrificio de la Misa: «Cristo quiso dejar a la Iglesia, su esposa amada, un sacrificio visible (como lo reclama la naturaleza humana) donde se representara el sacrificio sangriento que iba a realizarse una única vez en la cruz, cuya memoria se perpetuara hasta el fin de los siglos (1 Co 11, 23) y cuya virtud saludable se aplicara a la remisión de los pecados que cometemos cada día» (DS, nº 1740, citado por el Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1366). «La naturaleza humana es tal que no puede elevarse con facilidad a la meditación de las cosas divinas sin ayudas externas. Por ello, nuestra piadosa Madre la Iglesia ha instituido ciertos ritos, de forma tal que en la misa determinadas cosas se pronuncien en voz baja y otras en voz más alta. También ha introducido ceremonias, como las bendiciones místicas, las luces, los incensamientos, las vestimentas y muchas otras cosas de este género, recibidas de la autoridad y de la tradición de los apóstoles. De esta manera, se subraya la majestad de tan gran sacrificio y las mentes de los fieles se ven estimuladas, por medio de signos visibles de religión y piedad, a la contemplación de las cosas más elevadas que están escondidas en este sacrificio» (DS, nº 1743).
(2) Concilio de Trento, ibid., DS, nº1745.
(3) Benedicto XVI, Motu proprio Summorum Pontificum, del 7 de julio de 2007, artículo 1º.
(4) Concilio de Trento, ibid., DS, nº1745.
(5) Benedicto XVI, Motu proprio Summorum Pontificum, del 7 de julio de 2007, artículo 1º.