Correo 86 publicado el 2 Abril 2018

LA MISA DE PABLO VI, UN SACRIFICIO DILUIDO

Después de nuestro correo 84 consagrado al análisis del nuevo misal en su aspecto ceremonial, hemos consagrado un primer correo –el 85, intitulado «Una hemorragia de lo sagrado»– al contenido de dicho misal, promulgado el 3 de abril de 1969. Lo completamos aquí con nuestras reflexiones sobre su deficiencia más grave desde el punto de vista doctrinal y espiritual: la débil expresión de la misa como sacrificio propiciatorio.




El contexto de «revaluación» del sacrificio de la misa

El Concilio de Trento, en respuesta a los errores protestantes, afirmó la perfección del único sacrificio de la cruz, del que emana exclusivamente toda redención. Afirmó también que Cristo, en la Última Cena, había dejado a su Iglesia un sacrificio visible, «sacrificio verdadero y auténtico» (Dz 1751), cumplido por los sacerdotes participantes de su sacerdocio, en el que se renueva de manera incruenta el del Gólgota, de modo que la virtud salutífera de este último pueda operar la redención de los pecados hasta el fin de los tiempos (Dz 1740).

Durante cuatro siglos, la teología postridentina se aplicó a definir lo que era la esencia de este sacrificio de la misa. Sobre este punto, Pío XII, en Mediator Dei (20 de noviembre de 1947), ciñéndose estrechamente a la enseñanza de Santo Tomás (1), ha precisado: «El augusto sacrificio del altar no es, pues, una pura y simple conmemoración de la pasión y muerte de Jesucristo, sino que es un sacrificio propio y verdadero, por el que el Sumo Sacerdote, mediante su inmolación incruenta, repite lo que una vez hizo en la cruz, ofreciéndose enteramente al Padre, víctima gratísima. (86) […] para hacer manifiesto el sacrificio de nuestro Redentor con señales exteriores, que son símbolos de muerte, ya que, gracias a la transubstanciación del pan en el Cuerpo y del vino en la Sangre de Cristo, así como está realmente presente su Cuerpo, también lo está su Sangre; y de esa manera las especies eucarísticas, bajo las cuales se halla presente, simbolizan la cruenta separación del Cuerpo y de la Sangre.» (89) 

A fines de los años sesenta, la noción de «sacrificio por los pecados» y de «satisfacción vicaria» (Cristo ha tomado sobre sí los pecados de los hombres para repararlos en su lugar) sufría críticas frontales. Frecuentes eran los ataques violentos como los de Hans Küng, a quien por entonces no se tenía por extremista: «La teología de la contrarreforma ha sido víctima, en la doctrina eucarística, de numerosas parcialidades que dan qué pensar: abandono del aspecto memorial, sobre el cual aún se insistía mucho en la Edad Media, así como del aspecto comunión; en cambio, insistencia redoblada sobre el aspecto sacrificio. Ahora bien, precisamente, la noción de sacrificio y su actualización plantean muchas cuestiones que han quedado sin solución». (Le Concile, épreuve de l’Église, Seuil, 1962) 

En general, afirmar el carácter propiamente sacrificial de la misa resultaba embarazoso. Para algunos teólogos, la misa, en vez de ser sacrificio verdadero y sacramental, constituía más bien un sacrifico de oblación por la Iglesia; se consideraba el sacrificio de oblación-inmolación de Cristo en el Calvario siempre presente en el cielo ante los ojos de Dios, sin repetición sacrificial propiamente dicha, bajo un modo sacramental. Así, en Faites ceci en mémoire de moi (Cerf, 1962), Dom Casel (fallecido en 1948), estimaba, por ejemplo, que el acto único del sacrificio de Cristo se tornaba «mistéricamente» presente en la misa, mientras que la misa no era un acto sacrificial propio. Los partidarios muy diversos de este nuevo enfoque teológico lo resumían así: «La misa no es un sacrificio, es El sacrificio». Muy característico era el pensamiento de Jacques Maritain, elaborado en diálogo con Charles Journet, según el cual la transubstanciación se daba al mismo tiempo que una especie de «presencia real» del sacrificio de la cruz (2).

En el contexto ecuménico de la composición del Novus Ordo Missæ, no se negaba la referencia sacrificial de la misa, pero se manifestaba cierto embarazo en reconocer que la misa es un sacrificio. Esta opción teológica, que se ha vuelto corriente en la enseñanza de la teología, se encuentra en las explicaciones doctrinales que han acompañado la reforma litúrgica desde Pablo VI, explicaciones que no son falsas, pero sí débiles. «Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y ésta se hace presente: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual» (CEC, 1364 y también los nn. 1362, 1366), «La Eucaristía es así en la Iglesia, "la institución sacramental" que, en cada etapa, sirve de "relevo" al sacrificio de la cruz, que le ofrece una presencia a la vez real y operativa.» (Mensaje de Juan Pablo II al Congreso Eucarístico de Lourdes, 21 de julio de 1981)


La minoración sacrificial del Novus Ordo

Un ejemplo de esta disminución lo tenemos en el momento más solemne, en que el nuevo misal ha desplazado la atención que la liturgia de la misa había dado hasta entonces, en primer lugar, al sacrificio del Viernes Santo (la sangre entregada por nosotros), para enfocarla hacia el misterio pascual en su conjunto, entendido como muerte y resurrección (3). Así, el mysterium fidei, que se encontraba inserto en medio de la consagración de la preciosísima Sangre, como una explicitación de la consagración del cáliz que completa el sacrificio eucarístico –el misterio de la fe celebrada hic et nunc, es la Sangre derramada en remisión de los pecados (4)–, ha sido trasladado después de la consagración, como introducción a las aclamaciones. Toma, así, un significado más amplio: ya no es solo el misterio de la eucaristía, sacrificio y sacramento, sino que se designa el misterio de la muerte, resurrección y parusía. Y además, en español, la palabra misterio ha sido traducida como «sacramento». «Este es el sacramento de nuestra fe. Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!».

Ya no es obligatorio colocar la cruz en el centro del altar dominando la celebración del sacrificio, sino que puede ponerse «cerca» (Presentación general, n. 270). Apenas ha quedado una sola señal de la cruz sobre las ofrendas no consagradas, en lugar de las veintiocho señales de la cruz de bendición o con carácter de designación hechos por el sacerdote sobre la oblata antes y después de la consagración, o con la hostia o el cáliz (Per ipsum, conmixtión, comunión) en el antiguo Ordo.

La breve Prex eucharistica II, versión adaptada de la Tradición apostólica de Hipólito, tal como la han reconstituido Gregory Dix y Dom Botte, de manera hoy muy discutida, refleja una expresión teológica arcaizante, que sólo expresa el sacrificio del pan y del vino consagrados muy implícitamente («que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo»).

Gran cantidad de oraciones impregnadas de la noción del perdón de los pecados han sido dejadas de lado: las que se dicen al subir al altar, como ya hemos dicho; las oraciones del ofertorio, sobre las que volveremos; las dos oraciones de pedido de purificación del alma y de temor del juicio antes de la comunión, reducidas a una a elección.

La última oración del sacerdote antes de dar la bendición, Placeat tibi sancta Trinitas, muy significativa del sacrificio consumado, se ha suprimido. «Séate agradable, Trinidad Santa, el homenaje de mi ministerio, y ten a bien aceptar el Sacrificio que yo, indigno, acabo de ofrecer en presencia de tu Majestad, y haz que, a mí y a todos aquéllos por quienes lo he ofrecido, nos granjee el perdón, por efecto de tu misericordia». 

El canon romano, particularmente explícito en la expresión del sacrificio, con sus repeticiones de los términos «sacrificio», en singular o en plural, «ofrendas», «ofrecemos», «oblación», es apenas una de las oraciones eucarísticas posibles, poco utilizada por celebrantes que temen ser tachados de «integrismo». Por lo demás, las palabras sanctum sacrificium, immaculatam hostiam, «santo sacrificio, hostia inmaculada»,añadidas por San León a la oración Supra quæ propitio del antiguo canon romano, han sido traducidas en español como «oblación pura».

Pero la mayor mengua sacrificial resulta de la supresión del ofertorio tradicional, reemplazado por una «preparación de los dones». Ahora bien, el término ofertorio se ha entendido siempre con el sentido fuerte de sacrificio. El canon se presenta, además, como un «ofertorio», es decir, una oblación sacrificial al Padre por el Hijo. En todo lo que constituye el conjunto de la acción eucarística, las liturgias latinas y orientales –estas últimas, de manera muy insistente– han venerado siempre la oblata llevada al santuario y descubierta en el altar como consagrada y ofrecida de manera sacrificial por anticipación.

Así fue como, muy naturalmente, del siglo VII al siglo IX, se fijaron en la liturgia romana –como en las demás liturgias latinas y orientales– estas oraciones de ofrenda sacrificial de la oblata que será consagrada. «Recibe, Padre Santo, omnipotente y eterno Dios, esta hostia inmaculada que yo te presento por mis pecados, ofensas y negligencias»; «Te ofrecemos, Señor, el cáliz de la salvación»; «Recibe, Trinidad Santa, la oblación que te presentamos en memoria de la Pasión, la Resurrección y la Ascensión»; «Recíbenos, Señor, animados de un espíritu de humildad y un corazón contrito; y tal efecto produzca hoy nuestro sacrificio en tu presencia, que del todo te agrade, ¡oh Señor y Dios nuestro»; «Orad, hermanos, para que mi sacrificio que es también vuestro, sea aceptado por Dios, Padre omnipotente».

El deseo de una vuelta a un ritual antiguo tal como se lo imaginaba –con una simple procesión para llevar los dones– conjugado con una búsqueda creativa con procesiones de presentación de los «frutos de la tierra y del trabajo», condujo a la supresión de la pretendida «duplicación» que habría sido el ofertorio romano.

No obstante, se debe a Pablo VI la reintroducción de la palabra offerimus en la presentación del pan y en la del vino, como también la de la oración Orate fratres y la respuesta Suscipiat, que apreciaba particularmente, y que muchas traducciones han amputado, aunque no la española.

Los expertos fabricaron eulogias tomando como modelo la berakha judía para las bendiciones de la primera copa y de la fracción del pan durante las comidas ceremoniales («Bendito seas Tú, el Eterno, nuestro Dios, Rey del universo, que creas el fruto de la vid»). Hoy en día, esta inspiración provoca, de hecho, cierta contrariedad, dado que las tesis que suponían ingenuamente que se trataba de una oración judía que había permanecido sin cambios durante ocho o nueve siglos han sido seriamente controvertidas. Incluso es posible que ciertas apologías u otras oraciones del ofertorio tradicional sean al menos tan antiguas como las bendiciones judías.

Como sea, los sabios expertos del Consilium han eliminado el ofertorio romano, y, por ende, este componente completo de la explicitación del sacrificio por la tradición litúrgica que él representaba. En definitiva, la «preparación de los dones» que lo ha reemplazado ha quedado así en el misal español: 


- Cuando el sacerdote levanta la patena: «Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos; él será para nosotros pan de vida» (en cambio, en el misal tridentino: «Recibe, Padre Santo, omnipotente y eterno Dios, esta Hostia inmaculada, que yo, indigno siervo tuyo, te ofrezco a Ti, mi Dios vivo y verdadero, por mis innumerables pecados, ofensas y negligencias, y por todos los circunstantes, así como por todos los fieles cristianos vivos y difuntos; a fin de que a mí y a ellos nos aproveche para la salvación y vida eterna»).

- Al derramar un poco de agua en el cáliz: «El agua unida al vino sea signo de nuestra participación en la vida divina de quien ha querido compartir nuestra condición humana» (en lugar de la oración del Sacramentario leonino que se encuentra en este lugar en el misal tridentino: «Dios, que maravillosamente formaste la naturaleza humana y más maravillosamente la reformaste; haznos, por el misterio de esta agua y vino, participar de la divinidad de Aquél que se dignó hacerse participante de nuestra humanidad, Jesucristo, tu Hijo, Señor nuestro...»

- Cuando eleva el cáliz: «Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este vino, fruto de la vid y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos: él será para nosotros bebida de salvación» (en lugar de: «Te ofrecemos, Señor, el cáliz de la salvación, implorando de tu clemencia que ascienda en olor de suavidad hasta tu divina Majestad, por nuestra salvación y la de todo el mundo»).

- A continuación, el sacerdote se inclina y dice: «Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que éste sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor, Dios nuestro» (esta oración sigue estando en el misal español, pero en el nuevo misal francés, la traducción no coincide con el original en latín: «Recíbenos, Señor, humildes y pobres, y que nuestro sacrificio se cumpla hoy ante ti de modo tal que te sea agradable»)

- «Si lo juzga oportuno, el sacerdote inciensa las ofrendas del altar, y luego, el diácono o el ministro puede incensar al sacerdote y al pueblo».

- Durante el lavabo, es decir, mientras se lava las manos: «Lava del todo mi delito, Señor, limpia mi pecado».


Está claro que las expresiones de ofrenda sacrificial («hostia inmaculada», por los pecados del mundo y por la salvación de «todos los fieles cristianos vivos y difuntos», «cáliz de salvación» como perfume agradable ante la majestad divina, por la salvación del mundo entero) han sido seriamente podadas.



Un deslizamiento hacia «hacer simplemente memoria»

Cada uno de los elementos examinados en este correo y en los dos anteriores puede parecer en sí de una importancia relativa. Pero la suma es muy consecuente: del abandono de un ritual obligatorio a la multiplicación de las opciones, de la celebración, la mayoría de las veces, cara al pueblo, al uso generalizado de lenguas comunes, de la enorme libertad en las moniciones y comentarios al lugar preponderante de las palabras (prácticamente siempre en voz alta) en detrimento del secreto ritual y sagrado, de la reverencia disminuida con relación a la eucaristía a la expresión más débil del sacerdocio jerárquico y, sobre todo, de la realidad del sacrificio sacramental, con la adopción de ciertos gestos y usos de la vida ordinaria, todo el conjunto conduce a un deslizamiento de hacer memoria a hacer simplemente memoria. No obstante, no cuestionamos la validez de esta misa nueva, aunque, debido a que la estructura del rito y de las oraciones es mucho más laxa que en el antiguo Ordo, la cuestión de la validez puede plantearse legítimamente en celebraciones fantasiosas o blasfemas que algunos sacerdotes se creen en el derecho de hacer, aprovechando esta normativa poco restrictiva.

Pero no solo los sacerdotes «progresistas» improvisan el flojo ritual del NOM. Los sacerdotes «clásicos» también lo hacen, en sentido inverso (genuflexiones interminables, comentarios insistentes: «Ahora el sacerdote va a consagrar el pan que va a convertirse verdaderamente en el Cuerpo del Señor», etc.). Incluso podría decirse que el énfasis en la «presencia» del celebrante, característico de la misa nueva, es una especie de obligación compensatoria de las carencias intrínsecas de esta misa. Para que la celebración no tienda a un simple memorial, los celebrantes piadosos del nuevo Ordo manifiestan su fe y piedad personales a fin de paliar sus defectos. Cuanto menos habla el rito de presencia real y de sacrificio, más debe el sacerdote exteriorizar su creencia para estimular la fe de los asistentes. Esto contraría el principio fundamental de la objetividad de los sacramentos, que producen la gracia, no en virtud, en primer lugar, de lo que cree personalmente el celebrante, sino por lo que hace públicamente en nombre de la Iglesia.

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(1) En el sacrificio de la misa, la muerte salvadora de Cristo es reproducida sacramentalmente bajo el signo de las especies separadas consagradas en el Cuerpo y la Sangre que simbolizan la separación violenta de la cruz (Suma Teológica, q 77 a 7 ; Suma contra Gentiles, l 4, c 61).

(2) Ver Philippe-Marie Margelidon, op, « La théologie du sacrifice eucharistique chez Jacques Maritain », en la Revue Thomiste (enero-marzo 2015, pp. 101-147). 

(3) En el sentido de muerte y resurrección. Cabe señalar que la expresión también puede significar la muerte del Señor. Por ejemplo, en la oración del Viernes Santo: «...Cristo, tu Hijo, por su sangre derramada, ha instituido el misterio pascual», per suum cruorem, instituit paschale mysterium. 

(4) «Este es el cáliz de mi sangre, de la nueva y eterna alianza, misterio de la fe, que ha sido derramada por vosotros y por muchos, en remisión de los pecados».