Correo 111 publicado el 31 Mayo 2021

LA GALAXIA SUMMORUM PONTIFICUM SE PREPARA PARA LA RESISTENCIA


Las disposiciones del motu proprio Summorum Pontificum han sido disposiciones de paz. Totalmente atípicas desde el punto de vista de la legislación litúrgica, respondían de manera eficaz a una situación en sí misma atípica: el motu proprio organizaba un modus vivendi entre la liturgia antigua y la nueva liturgia, reconociendo un derecho al ritus antiquior a todo sacerdote latino, y establecía las condiciones prácticas para su celebración pública. Apuntaba a pacificar litúrgicamente una Iglesia que se hundía cada vez más en la crisis.

Pero este derecho, por fin reconocido, resulta insoportable para los hombres que están en el poder desde 2013. Entre ellos, prevalece la tesis de que este texto debería ser, si no abrogado, al menos desbaratado, para hacerle perder lo esencial de su significado. En su óptica, la misa de antes del Concilio Vaticano II sólo puede gozar, en el mejor de los casos, de una tolerancia debidamente controlada.

Su forma mentis hace que se tomen «a la ligera», para retomar las palabras de Émile Olivier cuando arrojó a Francia a la guerra de 1870 (con las consecuencias que conocemos), la responsabilidad de una reanudación de las hostilidades litúrgicas. Se corre el riesgo de volver a encontrarnos, por su culpa, en una situación semejante a la de los años del posconcilio, pero en peores condiciones para la institución eclesial.


Celebrar la misa tridentina: un derecho conquistado


Hay que ser bien conscientes de que fue la presión de una oposición que no logró dominar, la que llevó al legislador romano, por etapas (en 1984 con Quattuor abhinc annos, en 1988 con Ecclesia Dei, en 2007 con Summorum Pontificum), a interpretar que la promulgación del misal de 1969 no era obligatoria.

En efecto, no sólo en Francia, sino también en todo el mundo, hubo párrocos que siguieron celebrando, imperturbables, la misa tridentina. Al mismo tiempo, en muchos lugares, se organizaban en capillas «salvajes» celebraciones que las sanciones de los obispos sólo contribuyeron a activar. Adquirieron aún más consistencia cuando jóvenes sacerdotes formados y ordenados por Mons. Lefebvre comenzaron a ejercer su ministerio sacerdotal, tanto en casas independientes fundadas para recibirlos, como en lugares acondicionados a menudo de forma sumaria, en la ciudad o en el campo.

La suspensión a divinis de Mons. Lefebvre en 1976 dio una gran notoriedad a su accionar. Este hecho fue seguido por la ocupación tranquila de la iglesia de San Nicolás du Chardonnet, en París, por Mons. Ducaud-Bourget y sus fieles, que entraron allí un domingo y siguen hasta hoy. Algo parecido sucedió diez años más tarde, en 1986, cerca de Versalles, cuando los parroquianos de la misa tradicional de Saint-Louis du Port-Marly, que habían sido echados de su iglesia, simplemente, echaron abajo las puertas que habían sido tapiadas para instalarse allí nuevamente. Para no irse nunca más.

En 1976, una encuesta histórica del IFOP (Instituto Francés de Opinión Pública) publicada por Le Progrès, periódico de la ciudad de Lyon, indicaba que el 48 % de los católicos practicantes regulares consideraban que la Iglesia había ido demasiado lejos en las reformas y que el 35 % seguía siendo favorable a la misa en latín. Los sondeos sucesivos, realizados posteriormente en Francia y en todo el mundo por Paix Liturgique, manifiestan una tendencia marcada: la demanda de celebración de la misa tradicional en sus parroquias por una parte notable, a veces, mayoritaria, de los fieles practicantes.

Más tarde, el clima psicológico favorable creado por el motu proprio de Benedicto XVI, por un lado, y el crecimiento continuo de los institutos especializados en la liturgia tradicional, Fraternidad San Pío X e institutos Ecclesia Dei fundados a partir de 1988, por otro lado, han hecho que la cantidad de lugares donde se celebra la misa tradicional no haya cesado de aumentar en el mundo. Entre 2007 y 2017, por ejemplo, esa cantidad simplemente se ha duplicado.

Paradójicamente, como lo han señalado sociólogos del hecho religioso, como Danièle Hervieu-Léger en Francia, el movimiento tradicional se ha opuesto a la corriente conciliar siguiendo un proceso con apariencia «moderna», levantándose contra la autoridad. La reacción tradicional tiene algunas de las características de lo que hoy se conoce como «populismo», que impugna la legitimidad de las «élites», porque éstas han adoptado posiciones innovadoras elaboradas en su burbuja «elitista». Otra paradoja: desde sus orígenes, el movimiento tradicional está basado en la acción de los laicos (que sostiene e incluso «engendra» sacerdotes, por medio de los institutos especializados) que rechazan las consignas del Vaticano II, que, supuestamente «promueve el laicado». Hasta se podría agregar que cuando la Iglesia romana dejó de ser tridentina después del Vaticano II, el pueblo de base se hizo cargo del tridentismo –por esencia, jerárquico. En verdad, hablando ahora en términos teológicos y ya no sociológicos, se trata de una manifestación asombrosa y providencial del sensus fidelium, del instinto de la fe de los fieles, que defiende con uñas y dientes la doctrina del sacrificio eucarístico, la presencia real, el sacerdocio jerárquico, y más globalmente, la trascendencia del misterio del «Haced esto en memoria mía».


Una capacidad incontrolable de resistencia


Ante el peligro que hoy se perfila, la situación francesa, que, por cierto, no es la de la Iglesia universal pero que siempre da buenas pautas en este ámbito, puede ayudarnos a intentar medir las fuerzas en presencia.

La Iglesia «oficial» de hoy no tiene nada que ver con el sólido edificio de las primeras décadas del posconcilio. Está exangüe, desde el punto de vista de la cantidad de sacerdotes y religiosos. El número de seminaristas e incluso de seminarios no cesa de disminuir. Los fieles practicantes, cada vez más ancianos, también están cada vez más espaciados en los bancos de las iglesias, incluso sin necesidad de las «medidas sanitarias». Todo ello acompañado, lógicamente, por una situación financiera catastrófica en muchas diócesis. A lo que se añaden las consecuencias de lo que se ha dado en llamar la «crisis sanitaria», que ha hecho desaparecer un 30 % de los fieles que quedaban. Los hábitos históricos, que toman su tiempo para desdibujarse, hacen que aún se considere el catolicismo como un componente esencial de la sociedad. Pero la realidad empieza a mostrarse al desnudo: casi ha desaparecido de la esfera pública.

En contraste, el mundo tradicional representa una «excepción» en la Iglesia, en particular, desde la óptica de las vocaciones sacerdotales y religiosas, que presentan una situación parecida a la de antes de 1965. Muchos jóvenes, que no han conocido ninguna de las querellas conciliares, se vuelven hoy espontáneamente hacia este mundo tradicional. Las asambleas dominicales son numerosas y con un promedio de edad muy poco elevado. En la galaxia tradicional, tanto en lo que se refiere a la vida litúrgica como a la «fecundidad» vocacional, todo sucede como si el concilio Vaticano II no hubiera tenido lugar. Una enseñanza del catecismo a la antigua, muy estructurada, y la existencia de una importante red de escuelas, aseguran una buena transmisión de la fe, de la práctica y de los hábitos de vida cristiana. Más aún, sus fronteras son porosas con un mundo «clásico» (comunidad Saint-Martin, Emmanuel, etc.) cuya vitalidad se explica, en alguna medida, por la «diferencia» con la tendencia oficial, que se inspira, en mayor o menor medida, en la resistencia tradicional.

Ciertamente, el éxito tiene su revés: la renovación de las generaciones está asegurada, pero en un mundo secularizado al extremo, no se hace sin pérdidas; y con relación a la situación muy militante, por la fuerza de las cosas, del posconcilio, el mundo tradicional puede parecer, a veces, más instalado de lo que estaba antes. A pesar de esto, resulta claro que se pueden organizar sin dificultad acciones y presiones decididas para mantener las situaciones adquiridas y lograr mejoras, gracias a las redes sociales que constituyen, en este caso, como en tantos otros, una ayuda considerable para la expresión de una galaxia «disconforme».

Siendo las circunstancias semejantes, una explosión de descontento del tipo «chalecos amarillos» en Francia podría desencadenarse en todo momento en la Iglesia. Con la ventaja capital de que en el ámbito católico, la doctrina y la práctica se centran, para el pueblo cristiano, en la celebración de la misa dominical. Ahora bien, para su celebración, basta un sacerdote que la diga y fieles que participen, sin que nadie, en definitiva, pueda jamás impedírselo. Es lo que pasó a partir de 1965 y sobre todo de 1969: las misas tridentinas continuaron celebrándose como si no pasara nada. Amenazas, oposiciones, incluso persecuciones se sucedieron, todo en vano: los sacerdotes y los fieles siguieron haciendo «lo que la Iglesia había hecho siempre», como le gustaba decir a Mons. Lefebvre.

Un hecho reciente muy instructivo al respecto es el siguiente: como los obispos de Francia y de otras partes del mundo han hecho repercutir, sin sentido, las «medidas sanitarias» impuestas por los gobiernos en la comunión eucarística, prohibiendo la comunión en la boca, cierto número de fieles respetuosos del sacramento han abandonado las iglesias «ordinarias» para recibir dignamente la Santa Eucaristía en las celebraciones tradicionales. Resulta así que, a partir de la «crisis sanitaria», la cantidad de asistentes a las misas tradicionales ha aumentado notablemente en la mayoría de los lugares.



Célebre es la frase de San Jerónimo, quien, en el siglo IV, exclamó: «El mundo entero gimió, estupefacto, al despertarse arriano»; en ese entonces, la jerarquía que se había pasado en gran parte a la herejía, mientras que numerosos fieles seguían fieles a la doctrina cristológica de Nicea. ¿No hemos visto, no vemos, una situación semejante repetirse hoy? Pero esta capacidad de resistencia «en el terreno», de suyo imposible de reprimir, no excluye, además, manifestaciones y acciones poderosas, que ya se contemplan en varios lugares del mundo.