Correo 113 publicado el 21 Septiembre 2021
CARTA DEL PADRE PELLABEUF AL SUMO PONTÍFICE PIDIENDO LA ABROGACIÓN DE TRADITIONIS CUSTODES
La razón por la que he decidido publicar esta carta cuando numerosas voces se han expresado sobre Traditionis Custodes, es porque quienes lamentan la publicación de este motu proprio suelen ser usuarios habituales del antiguo misal. En cambio, yo utilizo el nuevo cotidianamente, y sólo he dicho la misa según el antiguo misal en raras ocasiones.
Además, es en nombre del mismo Vaticano II que pido la abrogación de Traditionis Custodes; ahora bien, al publicar el motu proprio el Soberano Pontífice ha afirmado que deseaba promover la aceptación de este concilio; sin embargo, el nuevo misal no corresponde a lo que los Padres Conciliares deseaban con la reforma litúrgica.
Por otro lado, aunque esto torne más engorrosa la argumentación, he querido indicar, prácticamente a cada paso, de qué manera estoy implicado en las discusiones litúrgicas actuales.
Padre Bernard Pellabeuf
En la fiesta de Santa María Magdalena
Carta abierta
Summo Pontifici Francisco Papae
Santo Padre:
El bien de la Iglesia y el suyo son indisociables, y es por ambos que le escribo. Le sugiero filialmente que abrogue el Motu Proprio Traditionis Custodes, y lo hago por fidelidad al Concilio Vaticano II. Porque es falso afirmar que el misal promulgado por San Pablo VI es el que querían los Padres Conciliares.
Lo considero a Usted como al Soberano Pontífice, Vicario de Cristo, sucesor de Pedro. Usted tiene derecho no sólo a mi respeto, sino a mi afecto, y por cierto no se los niego.
Adhiero plenamente a la enseñanza de San Ignacio, por quien, no lo dudo, debe de tener un singular afecto: si veo algo blanco y la Iglesia me dice que es negro, sigo la opinión de la Iglesia. Pero esto supone, evidentemente, que la Iglesia no se contradiga. En efecto, si la Iglesia llegara a decir «Ayer, dije que era negro, pero hoy digo que incluso ayer era blanco», se pondría de manifiesto que fui estúpido al adherir a lo que la Iglesia decía ayer y, en consecuencia, no tengo ya ningún motivo para adherir a lo que diga en el futuro. Hablo aquí, desde luego, de lo que no puede cambiar, en especial, el dogma y la moral. Es con este espíritu de fidelidad a la Iglesia que le escribo.
Sé que Traditionis Custodes es un documento disciplinar y pastoral, y por lo tanto, falible, pero como concierne la comunión eclesial y la fidelidad al Vaticano II, reviste una importancia capital. Y cuanto se refiere a la liturgia suele estar ligado al dogma.
La moral, sancionada en esto por el derecho canónico, obliga al subordinado a dar su opinión al superior si el subordinado piensa que aquél se equivoca en materia grave. Si lo hago por medio de una carta abierta, es, por un lado, para evitar que algún cortesano diga, si yo la publicara, que publico la correspondencia privada del Papa, como ya se ha constatado tristemente cuando los cardenales publicaron el texto de sus dubia. Esta carta es pública.
Porque, Santo Padre, creo tener deberes para con los fieles que quieren usar los medios más tradicionales para ir hacia Dios. En efecto, es sabido que yo estuve entre los primeros seminaristas de Monseñor Lefebvre, cuando comenzó su obra en Friburgo, en Suiza. Son muchos quienes, más de cincuenta años después de los hechos, todavía me lo reprochan y me acusan de integrismo: es estúpido. Ya que, debemos recordar, Monseñor Lefebvre comenzó con todas las autorizaciones necesarias; y fue prácticamente solo, a los veinte años, cuando yo decidí que debía abandonar esa obra. Presentía que las cosas irían más lejos de lo deseable, especialmente en la cuestión del misal. Pero jamás he abandonado los valores que los miembros de la Fraternidad San Pío X sostenían legítimamente. Para dar sólo un ejemplo, cuando la obra de Monseñor Lefebvre fue condenada, en la mayoría de las diócesis de Francia se disuadía a los sacerdotes de llevar el hábito eclesiástico: el código de 1983 ha dejado en claro que era Monseñor Lefebvre quien tenía razón en esto; y tenía razón en muchos otros puntos. Trato de no perder ninguna ocasión de hablar con los herederos de Monseñor Lefebvre, esperando una vuelta a la plena comunión con usted y toda la Iglesia, y si yo no tomara públicamente la palabra en las circunstancias actuales, mi participación en este diálogo parecería falsa.
Debo, por tanto, precisar mi posición en cuanto a los puntos litigiosos entre la Iglesia y aquéllos a quienes se llama lefebvristas. Adhiero plenamente al Concilio Vaticano II, como a un concilio pastoral, es decir, en mi opinión, un concilio destinado a poner a la Iglesia en orden de evangelización. Este concilio es bueno, pero no está exento de críticas: la Iglesia lo ha reconocido cuando en su diálogo con la Fraternidad San Pío X ha dicho que tales críticas debían ser constructivas. Por ejemplo, adhiero a la intención de Dignitatis Humanae, pero considero que la presentación y la base de la argumentación perjudican dicha intención.
Asimismo, sostengo que el llamado misal de Pablo VI es perfectamente válido y legítimo; afirmo ante los tradicionalistas que una reforma del antiguo misal era necesaria y argumento que dado que sostienen que el así llamado misal de San Pío V es un garante de la ortodoxia, deben ser sensibles al hecho de que los Padres Conciliares, que utilizaban todos (salvo los Orientales) dicho misal, consideraron que una reforma era necesaria. Y sobre la base de mi experiencia de 43 años de sacerdocio, puedo afirmar que el misal reciente es un auténtico medio de santificación. Sin embargo, concedo a los lefebvristas que este misal no está exento de críticas, y lo hago con base en el Vaticano II. En efecto, y no ha sido suficientemente señalado, el misal promulgado por San Pablo VI no sigue las recomendaciones del párrafo 23 de Sacrosanctum Concilium, en particular, lo siguiente:
no se introduzcan innovaciones si no lo exige una utilidad verdadera y cierta de la Iglesia, y sólo después de haber tenido la precaución de que las nuevas formas se desarrollen, por decirlo así, orgánicamente a partir de las ya existentes.
Este pasaje de Sacrosanctum Concilium es fundamental, porque lo que dice está enraizado en uno de los primeros principios de la ciencia litúrgica, como recordó con vigor su venerado predecesor, el papa Benedicto XVI: la liturgia se recibe, no se construye. Y este principio deriva de la actitud de San Pablo: «os he transmitido lo que yo mismo he recibido.» Aquí tenemos una lección de profunda sabiduría dada por los Padres Conciliares, válida para toda reforma litúrgica de cualquier época. Si los reformadores de la liturgia se hubieran mostrado receptivos de esta lección, no habría habido disidencia a propósito del misal; o en todo caso, no habría tenido la amplitud que se le conoce. Ahora bien, desgraciadamente, en el misal promulgado por San Pablo VI, el ofertorio y el leccionario, por citar sólo dos ejemplos, no respetan esta exigencia.
Por ello, no se puede sino estar de acuerdo con Benedicto XVI cuando afirmaba la necesidad de una «reforma de la reforma». Negar esto, es negar un punto fundamental de Vaticano II. En la medida en que puedo discernir, Benedicto XVI veía con claridad que esta reforma de la reforma no podía decretarse; quería que se hiciera mediante una influencia recíproca –o un enriquecimiento muto– de las dos formas del misal, una sobre otra. En esto, fue mal interpretado. Unos decían que quería una vuelta pura y simple a la forma antigua, y que si había hablado de reciprocidad, era por razones diplomáticas; otros afirmaban, al contrario, que lo que quería era la desaparición progresiva del antiguo misal, y que si no lo decía abiertamente, era por razones diplomáticas inversas (sobre todo, su deseo de una reconciliación con la Fraternidad San Pío X). Estas suposiciones son absolutamente contrarias a lo que se sabe de la grandísima simplicidad de corazón de su predecesor, que no tenía nada de furbo, como creo que se dice en su lengua materna.
¿Cómo podría tener lugar este indispensable enriquecimiento si uno de los dos misales es relegado como usted quiere que lo sea? Mientras no se llegue a un misal conforme a los deseos de los Padres Conciliares, es indispensable que el uso del antiguo misal subsista sin obstáculos. De ahí, la necesidad de abrogar Traditionis Custodes. No se puede reivindicar el Vaticano II y aprobar sin reservas el misal reciente, así como tampoco se puede reivindicar el antiguo para negar la validez de las reflexiones de los Padres Conciliares sobre la necesidad de una reforma del misal que utilizaban.
Me temo que en todo este asunto se confunda unidad y uniformidad. Hubo un tiempo en donde la presencia de la Iglesia se daba, en el espacio occidental, en un mundo más o menos homogéneo desde el punto de vista cultural. Pero hoy, incluso en Occidente, estamos sumergidos en el multiculturalismo. No se ha tomado toda la medida del cambio operado, uno de cuyos componentes es el paso de una cultura de la trascendencia a una cultura de la inmanencia. Estas dos culturas dan nacimiento a dos espiritualidades distintas. Dado que Dios es trascendente e inmanente, no hay por qué inquietarse del paso de una espiritualidad de la trascendencia a una espiritualidad de la inmanencia: simplemente, hay que quedarse dentro de límites razonables, y, en particular, recordar que en una espiritualidad de la inmanencia es más difícil conservar el sentido de lo sagrado –justamente, Benedicto XVI denunciaba una cierta pérdida del sentido de lo sagrado. Ahora bien, lo sagrado es constitutivo de nuestra religión. Lo veo como una necesidad que deriva del hecho de que, si el orden sobrenatural está como en una prolongación del orden natural, se sitúa, no obstante, en un plano totalmente distinto: es sagrado lo que, tomado en el orden natural, se considera, por naturaleza o por convención, como algo que da acceso al orden sobrenatural.
En este contexto, se ha cometido un doble error, en general. Por un lado, debido sin duda a que muchos eclesiásticos adherían a la ideología del progreso, se pensó que este paso de una mentalidad a la otra era necesariamente un bien. Por otro lado, y como consecuencia, se ha querido imponer este cambio a todos. ¿No hay acaso muchas moradas en la casa del Padre? La unidad no es la uniformidad. El pluralismo de los ritos en la Iglesia nos debe incitar a la prudencia: si la Iglesia ha sabido adaptarse, en el curso de los siglos, a las diversas culturas, debe seguir haciéndolo hoy. Debe cristianizar las culturas, no imponerlas.
Lamento, por tanto, que en su motu proprio y en la carta a los obispos que lo acompaña, los fieles vinculados al misal antiguo sean condenados sin haber sido oídos y sin que se les haya dado tiempo, mediante el diálogo, para reconocer la validez propia de Vaticano II y del nuevo misal –al menos, a aquéllos que aún pudieran dudar de esto. No se ha dado suficiente importancia al diálogo con los tradicionalistas. Como prueba de ello, puedo decir que aunque se sabe que les soy muy cercano, nunca en las numerosas diócesis donde he servido, se me ha pedido nada con relación a este asunto.
Resulta, por lo tanto, muy dañino castigar a toda una comunidad por las supuestas faltas de algunos de sus miembros. Recuerde, Santo Padre, Mambré: «¿Así que vas a borrar al justo con el malvado?», dice Abraham a Dios, quien valida el argumento. Porque la reducción de las posibilidades de usar el misal antiguo so pretexto de que algunos de quienes lo siguen tienen malos sentimientos, parece necesariamente un castigo. En resumen, puesto que Su Santidad dice que actúa en respuesta al pedido de algunos obispos, hay que reconocer que éstos no pertenecen a la parte sana del episcopado católico.
Por otra parte, Santo Padre, ¿admitiría usted el siguiente razonamiento? Consistiría en decir que conviene restringir el uso de la lengua vernácula en la liturgia porque algunos de sus adeptos tienen malos sentimientos, por ejemplo, en lo que respecta a Humanae Vitae o a la enseñanza de la Iglesia sobre la imposibilidad de ordenar mujeres, y critican el uso del latín en la liturgia, oponiéndose así, en eso también, a Sacrosanctum Concilium (ya que los Padres de Vaticano II eran constantes en su voluntad de continuidad, tanto en lo que respecta al uso de la lengua litúrgica de los ritos latinos como a la reforma de los libros litúrgicos.). No puedo admitir este razonamiento y tampoco admito el suyo, que es semejante.
¿Se ha contabilizado en forma seria la proporción de detractores del Concilio o del nuevo misal, entre los sacerdotes vinculados a la forma extraordinaria del misal romano? ¿Ne se está admitiendo con demasiada facilidad una acusación contra los antiguos? Ya San Pablo advertía a San Timoteo contra esto.
Por lo demás, los obispos que usted ha consultado y que le han hablado de una «cerrazón» de ciertos miembros de los institutos Ecclesia Dei, ¿son todos de fiar con relación a este tema? En este momento en Francia, tenemos el caso de un obispo que echa a uno de dichos institutos de su diócesis, aduciendo que los sacerdotes de este instituto se niegan a concelebrar. Ahora bien, está en contradicción con la misma naturaleza de la concelebración que se la quiera hacer obligatoria: en efecto, ella supone en el concelebrante la voluntad de no hacer más que un acto con el acto del celebrante, de modo que la menor reticencia con relación a la concelebración, justificada o no, vicia la voluntad de hacer un solo acto con el del celebrante. Se dice a veces que lo propio del integrista es imponer a todos cosas que deberían ser facultativas u objeto de una adhesión libre: si se sigue esta concepción, en el caso que nos ocupa, el integrista no es el tradicionalista, sino el mismo obispo; además, le he escrito a dicho obispo hace ya varias semanas y espero que una respuesta de su parte desmienta parcialmente cuanto he dicho más arriba sobre la deficiencia del diálogo respecto de nuestra actual preocupación. La «cerrazón» está más extendida de lo que se cree, ninguna de las dos partes tiene su monopolio.
Además, he hablado anteriormente de quienes condenan el uso del latín en la liturgia, en contradicción con Vaticano II: abundan entre los obispos franceses; es por ello que uno se puede preguntar si son para Su Santidad los mejores consejeros en cuanto a la liturgia. Uno de ellos me escribió en una oportunidad: «es malo para el pueblo rezar habitualmente en una lengua que no es la suya.» En primer lugar, hay que rechazar la idea de que la lengua litúrgica de un pueblo no es «su» lengua: ¿quién diría que el copto no es la lengua... de los coptos, precisamente? El latín es una de las lenguas de los pueblos de los ritos latinos. Pero, sobre todo, ¡qué orgullo trasluce la reflexión de este obispo! Para él, durante quince siglos, los papas y obispos se equivocaron al hacer rezar a sus pueblos en latín, ¡pero él, este obispo, habría comprendido todo mejor que ellos! Es este el tipo de actitudes lo que me hace decir, como he dicho antes, que los adeptos de la ideología del progreso son numerosos entre los eclesiásticos: necesariamente, en virtud del progreso, comprenderíamos la Revelación mejor que nuestros predecesores. Además, el orgullo vuelve torpe: este obispo continuaba así: «No soy el único en pensarlo, puesto que el papa, cuando viene a Francia, dice la misa en francés». Era en la época de San Juan Pablo II: es el nivel cero de la lógica, es como si hubiera escrito: «la prueba de que el papa se opone a la bicicleta, es que hace esquí». ¡Que uno diga la misa en francés no significa que se oponga a que sea dicha en latín! Este tipo de actitudes me hace dudar de la capacidad de ciertos obispos para aconsejarlo en la materia. Tiene razón cuando dice que son, por naturaleza, los custodios de la tradición, pero he constatado que en los hechos, muchos son sus enterradores.
Le daré otro ejemplo. Su predecesor, Benedicto XVI, sostenía que no correspondía valerse de la adaptación para las traducciones litúrgicas. Varias son las razones para ello: por un lado, hay que relacionarlo con el hecho de que la liturgia no se fabrica sino que se recibe, y por el otro, los textos litúrgicos dependen de la Tradición, y por lo tanto, de la Revelación, aun cuando se deba reconocer que algunos textos son más ricos que otros en lugares teológicos. Nadie puede modificar la Revelación. En 2011, con ocasión del décimo aniversario de Liturgiam authenticam, y basándome en el punto de vista del papa, critiqué las traducciones litúrgicas en lengua francesa vigentes por aquel entonces: se había reivindicado oficialmente que eran adaptaciones con el fin de poder obtener los derechos de autor y no de simple traductor. Tres obispos exigieron un derecho de respuesta despectivo y mentiroso. Uno de los defectos que yo había señalado en esas traducciones, era la disminución del papel propio del sacerdote en la misa; me respondieron «que parece ignorarse que los fieles también ofrecen el sacrificio». ¡Pero si uno habla del papel propio del sacerdote, es porque sabe que otros tienen un papel, además del sacerdote! Como verá, Santo Padre, no puedo tener ninguna confianza en ciertos obispos como custodios de la Tradición y como sus consejeros en este asunto. Por lo demás, estos obispos afirmaban que si había que rehacer las traducciones, no era porque las anteriores fueran malas, sino debido a la evolución de la lengua francesa: les resultaría muy difícil justificar la mayoría de las diferencias entre la antigua traducción y la que pronto se publicará, recurriendo a algún cambio del idioma.
A este respecto, se debe considerar que la legítima adaptación en las traducciones, cuya mención usted ha hecho incluir en el derecho canónico, sólo puede referirse a lo que el genio del idioma al cual se traduce puede exigir, y en absoluto al sentido del texto. Si se hicieran adaptaciones con el propósito de obtener beneficios de los textos sagrados, se estaría en un caso de simonía caracterizada. Sería pues un honor para usted y su pontificado si velara para que en el futuro la Iglesia estuviera al abrigo de toda sospecha a este respecto; la solución es simple, basta con legislar para que los textos utilizados en la liturgia estén exentos de derechos una vez que se cubran los gastos de traducción; y si esto tomara más tiempo de lo razonable, entonces se deberían presentar las cuentas a la Santa Sede. Esto tomaría muy poco tiempo a sus colaboradores, por lo que de no hacerse esta reforma, sería una mancha en la túnica de la Iglesia.
Y también, ¿qué crédito conceder a los resultados de la encuesta? Usted había preguntado si elementos de la antigua liturgia habían pasado a la nueva, como consecuencia de Summorum Pontificum. Me gustaría hacer una observación sobre este tema. Muchos sacerdotes que hubiesen querido adoptar algunos de estos elementos no lo hicieron debido a su respeto por las normas litúrgicas: nadie tiene derecho a cambiar cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia. Incluso escuché a un sacerdote comentar lo siguiente con relación al gesto de mantener juntos los dedos que han tocado la hostia consagrada: «si las normas no dicen que hay que hacerlo, es porque no se debe hacerlo.» Por mi parte, al ver que formulaba tal pregunta, comprendí que la Iglesia permitía tomar prestado tales gestos a la antigua liturgia, y adopté algunos usos de la liturgia antigua: así, extiendo a las demás oraciones eucarísticas la inclinación prevista en el canon romano durante la epíclesis que sigue a la Consagración, hago la genuflexión después del Per ipsum, antes del Pater, trazo una cruz horizontal sobre el cáliz antes de dejar caer en él la parcela de la hostia, etc.
Cabe ahora señalar que para responder a su pregunta, los obispos tendrían que haber interrogado ampliamente a sus sacerdotes. Pero yo no he escuchado hablar en ningún lado de tal consulta. Se puede, pues, emitir serias dudas sobre una parte, al menos, de los resultados de la encuesta.
Apelo a su sentido pastoral y paternal. Las comunidades vinculadas al misal de San Juan XXIII ya han sufrido mucho; a menudo, han sido perseguidas, y si me detuve tal vez demasiado en mi caso personal en esta carta, es para sostener la idea de que los tradicionalistas han sido frecuentemente perseguidos, despreciados, rechazados: yo, que he adoptado los usos posconciliares, he sido tachado de integrista por otros hermanos en el sacerdocio no sólo ante obispos, sino incluso frente a autoridades laicas de las cuales dependía, afectando así mi ministerio; en algunos ambientes eclesiásticos, bastaba con llevar el alzacuello o decir el breviario en latín para ser importunado. Si yo he sido maltratado, ¿cuánto más estos laicos, fieles a las formas anteriores de la liturgia? Le pido respetuosamente, pues, no agregar sufrimiento sobre sufrimiento.
También me gustaría señalarle que si su voluntad es realmente no permitir críticas al Vaticano II y al nuevo misal –¿y quién dudaría de ello?– su motu proprio demuestra muy poca habilidad: si los fieles devotos de la forma extraordinaria del misal ya no pueden encontrarla con facilidad entre quienes están en plena comunión con usted y con la Iglesia, muchos de ellos irán a buscarla en los lugares de culto de la Fraternidad San Pío X, y no creo que allí les hablen bien de lo que usted quiere defender, el Vaticano II y el misal más reciente. Su motu proprio agrava, por tanto, los males que quiere combatir. Como usted ve, su motu proprio se debe criticar no sólo en nombre del Vaticano II, sino también en nombre del sentido común: usted ha sido muy mal aconsejado.
Antes de terminar, quiero agradecerle de todo corazón por haber recordado la importancia del respeto de las normas litúrgicas. Para esto, también me asisten razones personales, además de las razones que todo sacerdote pueda tener. Poco después de mi ordenación, me quisieron hacer decir la misa de manera distinta a las normas del misal, y como me negué, han hecho de mí un paria condenado a una vida errante. Gracias, pues, Santo Padre, y pueda usted nombrar obispos convencidos de esta obediencia necesaria a las leyes litúrgicas y castigar a quienes las transgreden gravemente.
Le aseguro mis oraciones frecuentes por usted y lo saludo con espíritu filial.
Padre Bernard Pellabeuf